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La idea de este blog es que sea un espacio para manifestar pensamientos, ideas, protestas (por qué no) y todo tipo de menesteres sobre la realidad o irrealidad en la que estamos inmersos los seres humanos, tanto propios como de terceros. Invito a los interesados, incluyendome, a exponer sus manifiestos, sin restricciónes ni censuras. Espero que lo disfruten tanto, como yo hacerlo.

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Emmanuel

"Se quien no soy, pero no se quien soy"

"La única certeza es el azar"

"Estoy en desacuerdo hasta conmigo mismo"

Presentando el blog

"Yo creo que desde muy pequeño mi desdicha y mi dicha al mismo tiempo fue el no aceptar las cosas como dadas. A mí no me bastaba con que me dijeran que eso era una mesa, o que la palabra "madre" era la palabra "madre" y ahí se acaba todo. Al contrario, en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mi un itinerario misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba."

Julio Cortázar

El hombre mediocre

“El predominio de la variación determina la originalidad. Variar es ser alguien, diferenciarse es tener un carácter propio, un penacho, grande o pequeño: emblema, al fin, de que no se vive como simple reflejo de los demás. La función capital del hombre mediocre es la paciencia imitativa; la del hombre superior es la imaginación creadora. El mediocre aspira a confundirse en los que le rodean: el original tiende a diferenciarse de ellos. Mientras el uno se concreta a pensar con la cabeza de la sociedad, el otro aspira a pensar con la propia. En ello estriba la desconfianza que suele rodear a los caracteres originales: nada parece tan peligroso como un hombre que aspira a pensar con su cabeza.”

José Ingenieros

El Aleph

"El troglodita me precedió; esa noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Cáceres, de lo último. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería superior al de irracionales."

Jorge Luis Borges

viernes, 19 de febrero de 2010

La carne es débil

Por: Martín Caparrós

Nos tocaron la carne –y es casi como si se hubieran metido con la vieja: con la merca no te metás, murmuran en el barrio. Somos carne, carne de nuestra carne, carne propia, carne podrida, viva, fresca, carne de cañón o de gallina, carne sobre carne. Nos gusta suponernos tangueros, futboleros, amigueros y algunos "eros" más pero, en verdad, si algo nos distingue de otros pueblos es nuestro carácter carnicero. Somos el país más carnívoro del mundo –es el único campeonato que ganamos fácil. Somos lo que comemos, dice el lugar común; somos, entonces, vaca, pero no lo llamamos vaca sino carne por antonomasia –y al resto lo que es: pollo, chancho, cordero. Somos carne: las estadísticas corrientes dicen que cada uno de nosotros consume más de 70 kilos de vaca por año; una de las más precisas, la del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, dice que en 2008 fueron 67,5. En cualquier caso, vamos primeros lejos: en la tabla nos siguen los hermanos uruguayos con 51, los tíos norteamericanos con 39, los primos brasileños con 37, los australianos con 35 y, de ahí en más, muy pocos superan los 20 kilos por año y por persona. Lo dicho: ganamos por afano.

Las estadísticas no necesitan al señor Moreno para ser inexactas; para empezar, porque contar es muy difícil en cualquier lugar, y mucho más difícil en una sociedad que se basa en la mentira y el secreto como forma de escapar del Estado y sus impuestos. Para seguir, porque sus cifras suelen usarse para confundir la realidad. Umberto Eco decía que la estadística es la ciencia que sostiene que si un señor se come dos pollos y el de al lado ninguno, cada uno se ha comido un pollo. Aquí pasa, sin duda, algo de eso: las cifras dicen que, además de la vaca, nos comemos 34 kilos de pollo por año y por persona –quintos en la tabla global– y 6 de chancho –mal que les pese a ellas– y, o sea que cada uno de nosotros se comería casi 110 kilos de carnes anuales. Para lo cual cada cual tendría que zamparse 300 gramos de carnes cada día. Y como está claro que hay vegetarianos, bebés, enfermos, viejos y, sobre todo, pobres que no tienen forma de comer 300 gramos diarios, los que sí comemos deberíamos englutir muchos más: hay algo en esos números que no termina de cerrar. Pero sirven como medida convencional: la que indica que somos, antes que nada, una horda de carnívoros como no existe otra. Y que, por eso, cuando nos tocan la carne, saltamos como leche hervida.

La carne de vaca ya cuesta, como sabemos, casi un 50 por ciento más que en Navidad, y nada indica que no vaya a seguir en esa cuesta. Por lo cual aparecen las respuestas: nos indignamos –es lógico que nos indignemos–, compramos menos carne –es lógico que compremos menos carne–, aparecen incluso llamados a una “huelga de consumidores de carne”: los ex ciudadanos, convertidos en consumidores, reclamamos como podemos. Es un reparto de tareas: la clase media amenaza con dejar de comprar para que le cobren menos la comida, la clase baja interrumpe el tránsito para que le den con qué comprar comida. En cualquier caso, la comida se convierte en centro del debate –y eso siempre es peligroso para un gobierno. Y más si hay carne de por medio: pocas cosas pueden perjudicarlo más ante la famosa opinión pública –(a) la gente– que la sensación de que “ya no se puede ni comer un bife”.

El aumento de la carne, nos explican, tiene causas puntuales: la sequía de los dos últimos años disminuyó los rebaños y llevó a matar “vientres” –vacas paribles– cuya falta empezamos a notar ahora, cuando hay menos terneros para el sacrificio. Y que también influyen las cotizaciones internacionales, los permisos o no para exportar, los precios de los piensos y demás insumos y, pode- rosa, la codicia de los intermediarios –esa cima inútil del capitalismo de mercado.

Pero la causa principal es general y sostenida: somos, cada vez más, un país carnicero que se queda sin carne. Es uno de los efectos más brutales de nuestra deriva sojera –y uno de los que menos se debaten. Durante todo el siglo XX, el reparto de las tierras agropecuarias argentinas era más o menos claro: las más fértiles se usaban para agricultura, el resto para ganadería. Con la mejora de las técnicas agrarias, cada vez más tierra ganadera se volvió cultivable. Y, frente al rendimiento de la soja, la vaca, en horas bajas, no pudo competir viva ni muerta: ni su leche ni su carne alcanzan rendimientos comparables. Por lo cual el océano sojero se extendió, el rebaño patrio se achicó en más de un 20 por ciento en los últimos treinta años y, además, se fue transformando velozmente. Muchos de los que criaban vacas en el campo empezaron a encerrrarlas y a alimentarlas con granos, piensos, vitaminas: el feedlot, que requiere mucho menos espacio y produjo, ya el año pasado, la mitad de nuestra carne. Que, así, va perdiendo la característica que la hizo diferente de las demás, buscada y cotizada: que, en vida, retoza por el prado y come pasto. Es un clásico ejemplo de esputo ascencional en su momento descendente.

A la vaca todavía no le llegó la tecnología, no hay cómo apurarla. En el tambo una vaca, si es muy buena, te puede dar veinte litros de leche por día, pero eso dura seis o siete meses; después hay que dejarla que se preñe y eso no hay forma de cambiarlo. Pero cuando están en feedlot es todo un proceso, porque los chanchos se comen la mierda de las vacas, las gallinas se comen la mierda de los chanchos y nosotros, que somos más limpitos, nos comemos la gallina y la vaca y el chancho. Se salva, por supuesto, la carne de lujo, la que va para las marcas elegantes y sobre todo la de la cuota Hilton, la que se exporta. Ésa sigue siendo rentable, sigue teniendo lugar y sigue recibiendo sus cuidados.

Me dijo, hace tiempo, un tambero o ex tambero de Río Cuarto. Y que si esto sigue así la carne verdaderamente argentina sólo se va a conseguir fuera de la Argentina. Pero eso es casi una paquetería; el problema central es que cada vez hay menos carne para que todos –los argentinos que todavía pueden– la compren y la coman. Que la base de nuestra identidad va a ser para menos todavía: que el proceso de exclusión va a terminar de hacerse carne en el asado.

Fue, decíamos, un desarrollo largo, y es un caso testigo para pensar para qué sirve, en nuestras sociedades, un gobierno –o incluso un Estado. Porque lo que pasó fue, desde un punto de vista mercantil, perfectamente lógico: si un productor ganaba más arrendando su campo a un pool sojero que criando ganado, por qué no lo iba a hacer: es el capitalismo desregulado en todo su esplendor –y la evidencia de lo obvio: si el funcionamiento económico queda librado al mercado, cada quien buscará lo mejor para su provecho individual. Que, como bien sabe Perogrullo, no suele ser lo mejor para el provecho colectivo, general. El papel de los que dirigen el Estado consiste, en teoría, en evitar que eso suceda: en pensar, proponer y consensuar lo que sería mejor para el bien común y tratar de llevar adelante esas ideas. Digo: que, si cada “hombre de campo” dice que con la soja gana más y que en su campo va a plantar lo que quiera aunque no haya nunca más una vaca en la Argentina, existan planes alternativos para convencerlo y compensarlo, de modo que ese interés común se imponga sin lesionar demasiado su interés individual –y que ese hombre entienda que su interés individual depende estrechamente del de todos.

O por lo menos eso dice la doctrina demócrata más clásica y eso es lo que el Estado argentino nunca hace, y menos en el caso de la transformación sojera –que sucedió, casualmente, durante la década con menos Estado de la historia patria. Y que no se revirtió en los últimos años porque el gobierno de este Estado levemente reconstituido se regodeaba recaudando con la soja una cantidad de dinero que la vaca no habría producido en lo inmediato: pan para hoy, hambre para años. Y porque este gobierno arrastra –y a veces incrementa– la tara habitual de nuestro Estado: un ejecutivo sospechado por todos los flancos –como la mayoría de sus predecesores– que no tiene plafón para proponer e imponer ciertos modelos. ¿En nombre de qué idea del bien común, qué proyecto, qué legitimidad?

No lo hicieron, y la carne sube. Nadie lo previó –o no se interesó en desactivarlo– y así estamos. Un Estado con proyecto y verdadera capacidad de intervención no es un lujo o un capricho ideológico: es lo único que consigue que un país con economía de mercado no se caiga a pedazos. Alguna vez, supongo, vamos a tener algo de eso. Mientras tanto, la carne se nos escapa y ese rasgo rojizo, sanguinolento, casi único de nuestra identidad se va con ella. Nada es gratis, y estos procesos menos. Argentinos –decía Ortega–, a los bifes.

Publicado por Martín Caparrós
En crítica de la argentina
19/02/2010

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